jueves, 4 de diciembre de 2014

Lamentación de Dido, de Rosario Castellanos (fragmento)




Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa
    jurada ante otros dioses.

Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento
    de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me
    cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
    fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
    de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
    acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
    vi también reducirse a número los astros. Y oí que
    el mundo tocaba su flauta de pastor.

Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la
    máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
    veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
    trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
    desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
    en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
    arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
    maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
    manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
    tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
    reprobación fue el eco de nuestras decisiones.

    Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de
    la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
    Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
    el desastre.

Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la
    embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
    la víctima,
Eneas partió.

Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
    de sauce que llora en las orillas de los ríos!

En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,
    sobre las arenas humeantes de la playa.

Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de
    palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
    incólume como un acantilado, bajo el brutal
    abalanzamiento de las olas.

He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi
    casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
    por los caminos sin más vestidura para cubrirme
    que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
    cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
    sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
    persigue con su aguijón de tábano.

Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
    deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
    desgracia es espectáculo que algunos no deben
    contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no
    hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
    dolor?— me ha hecho eterna.